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México y el TLCAN: Crónica de un desastre anunciado

En 1994, después de cuatro años de negociaciones entre Canadá, Estados Unidos y México, entró en operación el TLCAN. Para el presidente Carlos Salinas, el acuerdo comercial era la culminación de la política desreguladora inspirada en el llamado Consenso de Washington; era la cereza del pastel de un modelo económico que apostaba por la liberalización del mercado, la apertura comercial y la retirada del Estado, como palancas del crecimiento sostenido; era la joya de la corona de una geopolítica que buscaba sacar a México del ignominioso Sur para incorporarlo, de una vez y para siempre, en la esplendente América del Norte; era -en fin- el “Sueño Americano” de los tecnócratas, de los políticos que hablan en español pero sueñan en inglés.

El TLCAN era, también, una apuesta radical por la economía en demérito de la sociedad, apuesta sustentada en el dogma de que la economía es dura mientras que la sociedad es blanda, de modo que las aspiraciones humanas deben amoldarse a los dictados de la inflexible máquina de producir, del inobjetable autócrata mercantil.

Salinas y los suyos no eran ingenuos ni tampoco ignorantes (no cuando menos en asuntos de econometría); sabían bien que el TLCAN -culminación y fruto de las políticas de ajuste y desregulación aplicadas desde el sexenio anterior- tendría muy elevados costos sociales. Sabían, sin duda, que habría sectores económicos "perdedores": sobre todo los orientados al mercado interno, la industria pequeña y mediana y la mayor parte de la agricultura; sabían de cierto que estos sectores eran los que generaban mayor número de empleos y aportaban más al ingreso popular. Por tanto, también sabían que su desmantelamiento produciría estragos en las condiciones de vida de millones y millones de mexicanos rasos.

Sin embargo, para los "expertos" estos no eran más que dolorosos pero inevitables "daños colaterales"; sacrificios necesarios para conducir a buen término una tarea superior: el "crecimiento de la economía". Si se les preguntaba por el bienestar social, los tecnócratas -tan dados a las cifras frías, los datos duros y los porcentajes inobjetables- respondían con floridas metáforas. Algunos repetían el viejo cuento de que primero hay que hacer el pastel para después poder repartirlo; mientras que otros recurrían a la ingeniosa leyenda según la cual la riqueza gotea -como las cantarinas aguas de una fuente- de modo que, cuando se sacien los niveles superiores, la riqueza escurrirá hasta los sedientos que esperan abajo.

Once años después, algunos mexicanos aún aguardan a que el pastel salga del horno y a que escurra el agua de la fuente. La mayoría se cansó de esperar y desde hace rato se esfuerza por cruzar el Río Bravo en busca del "Sueño Americano", una leyenda de progreso también exagerada, pero sin duda mucho menos mentirosa que las promesas de los tecnócratas mexicanos.

En la evaluación del tratado que desarrollaré a continuación, empiezo por analizar los impactos económicos del TLCAN, reviso después sus desastrosos efectos sociales sobre todo en el campo y concluyo con algunas consideraciones sobre uno de los saldos mayores del acuerdo comercial: la incontenible migración de mexicanos a Estados Unidos.

I. Saldos macroeconómicos del TLC

Sus apologistas consideran uno de los mayores logros del tratado el que en su primer decenio de vigencia nuestro comercio exterior se haya multiplicado por cuatro.

En cuanto a las exportaciones, hay que reconocer que de 1995 a 2000 las ventas externas no petroleras crecieron al 19 por ciento anual, pasando de unos 60 mil millones de dólares, cada año, a más de 160 mil millones. La mayor parte de este crecimiento se dirigió a EU, país al que México abastece alrededor del 11 por ciento de sus importaciones y del cual llegó a ser tercer socio comercial.

Paralelamente se incrementaron también las inversiones extranjeras directas, que en 1994 eran de 11mil millones de dólares anuales y para 2000 habían llegado a 16 mil millones, de modo que su monto total se triplicó en menos de un decenio.

Así, México pasó de ser exportador de petróleo y bienes agrícolas a ser también, y sobre todo, exportador de productos industriales y, en años de astringencia financiera y fuerte competencia por las inversiones, el acceso de nuestro país al mayor mercado del mundo le permitió captar grandes volúmenes de "ahorro externo". Estos son hechos relevantes y que no pueden ni deben ser soslayados.

Sin embargo, el anunciado crecimiento de la economía no se dio. Mientras que entre 1960 y 1980, en los años previos a las llamadas "reformas estructurales", la economía mexicana se expandía a un satisfactorio promedio anual de 6.5 por ciento, a partir de la aplicación de las políticas neoliberales el crecimiento se redujo brutalmente, de modo que, entre 1982 y 2003, la expansión anual promedio fue de apenas 2.2 por ciento, lo que se reduce a un ínfimo 0.9 por ciento, si tomamos en cuenta el crecimiento de la población; y si de este lapso nos detenemos en los tiempos del TLCAN, veremos que el crecimiento per cápita ha sido apenas un poco mejor: 1.3 por ciento anual.

Algunos alegan que el milagro expansivo operado por el tratado se aprecia en las notables tasas de crecimiento del lapso 1997-2000, que fueron en promedio de un 5.5 por ciento cada año. Sin embargo, más que al TLCAN, el rápido crecimiento se debió a la devaluación del peso y la contracción de la demanda interna, ocasionadas ambas por la crisis financiera de 1995. Estas circunstancias mejoraron la competitividad de la economía mexicana, no tanto en lo tocante a la productividad técnica como en términos de costo/precio y coincidieron con el punto más alto del ciclo expansivo de la economía estadounidense.

En realidad, estos años de buen crecimiento son un espejismo que se diluye al promediarse con el resto y lo peor es que a partir de 2000 no sólo el crecimiento, sino también los demás indicadores macroeconómicos favorecidos por el tratado vieron severamente frenado su dinamismo.

En un estudio reciente del Fondo Monetario Internacional, se afirma que desde hace cuatro años se agotó la expansión del comercio exterior mexicano propiciada por el tratado, pues mientras que, en 2000 los intercambios externos representaban la mitad del PIB, en 2004 representaron sólo el 40 por ciento y el problema está en que, cuando se desinfla el factor externo, que por 10 años había sido el único motor de la economía, el crecimiento per cápita -de por sí malo- se estanca casi por completo, como ha sucedido en lo que va del sexenio de Vicente Fox.

El propio FMI, máximo promotor de las estrategias económicas extrovertidas, reconoce que el TLCAN dejó de ser útil a la economía mexicana porque el gobierno descuidó las palancas internas de la producción y en particular la inversión en infraestructura. Así, al no haberse desarrollado estrategias para dar soporte interior a la economía, buscando articular cadenas productivas y fortaleciendo el mercando nacional, y al no haberse impulsado, tampoco, la diversificación de exportaciones, el fin del ciclo expansivo estadounidense, país de quien depende alrededor del 90 por ciento de nuestros intercambios comerciales, la economía mexicana perdió todo su efímero dinamismo.

Detrás de los indicadores macroeconómicos desfavorables, hay una realidad micro económica aún más siniestra y es que el pobre crecimiento de los noventa resulta de una combinación de acelerada expansión de las manufacturas de exportación con progresiva mortandad de los sectores de la pequeña y mediana industria que destinaban su producción al mercado interno. Además, el boom exportador se basó principalmente en la industria maquiladora, que adquiere menos del 3 por ciento de sus componentes en el mercado nacional, y en un puñado de industrias grandes que, si antes producían con un 90 por ciento de contenidos nacionales, hoy el 73 por ciento de sus componentes es importado. Así las cosas, el TLCAN barrió con gran parte de la pequeña y mediana industria, que era la que generaba empleo formal; desarticuló las cadenas productivas existentes sin crear otras y fortaleció la desnacionalización del sector de la gran industria volcado a la exportación.

Con acuerdos comerciales firmados con más de 30 países en tres continentes, México es hoy la economía más abierta del mundo, con un índice de 70 por ciento, que se obtiene dividiendo por el PIB la suma de las importaciones y las exportaciones. Sin embargo, es también uno de los menos competitivos, pues en 2000 ocupaba el lugar 43 de los 59 países que figuran en el reporte global de competitividad. Esta viciosa combinación de competitividad ínfima y apertura extrema, que dinamita la sustentabilidad económica del país y pone en serio riesgo la viabilidad su crecimiento futuro, es el saldo de una política de apertura y desregulación desmesuradas; un desarme económico unilateral operado durante los últimos dos decenios, que puso a México de rodillas frente a los países altamente desarrollados, potencias que al tiempo que demandan apertura a los más débiles establecen todo tipo de barreras arancelarias para proteger a sus sectores productivos.

El papel del TLCAN, en esta irresponsable cuanto alborozada cesión de soberanía por parte de México, queda claramente de manifiesto en la evaluación que del mismo hizo en 1997 el Departamento de Agricultura de EU. En el estudio leemos: "uno de los principales logros del tratado fue impedir a México recurrir a políticas proteccionistas durante la crisis de 1995. El tratado se convirtió en el candado que cierra la puerta e impide dar marcha atrás a las reformas". Más claro, ni el agua.

Pero ¿por qué renunciar expresamente a la capacidad soberana de proteger a los sectores y actividades productivas socialmente necesarios? ¿Por qué entregar unilateralmente armas de política económica indispensables para preservar la viabilidad de la nación? Algunos hablan de traición a los intereses nacionales. Yo prefiero ver a los tecnócratas mexicanos como una presuntuosa secta de fanáticos del absolutismo mercantil; un puñado de políticos hipnotizados por los dogmas del Consenso de Washington y carentes la más mínima sensibilidad social; un grupo de gobernantes que, además, resultó intelectualmente torpe y prospectivamente errado.

Y es que -lo ha dicho Wallerstein- la confrontación conceptual entre proteccionismo y libre mercado es un falso debate. Las grandes potencias económicas son profundamente pragmáticas: las más poderosas defienden la liberalización, porque ésta las beneficia, mientras que las de segunda fila reivindican para si las medidas proteccionistas que les permitan avanzar. Así los grandes regatean por más proteccionismo o por más liberalización -generales o por sectores- siempre en función de sus particulares intereses económicos. Paradójicamente, es en los países de tercera fila, con economías débiles y dirigencias políticas incapaces de sostener medidas de autoprotección como de imponer aperturas a sus socios mayores, donde los tecnócratas naïve (ingenuamente orgullosos de haberse formado en Yale, Harvard o Chicago) se toman en serio las recetas neoclásicas y se afilian al fundamentalismo de la libre concurrencia.

II. Saldos sociales: la destrucción del campo mexicano

Hace veinte años, los teólogos del neoliberalismo tuvieron la revelación de que los campesinos estaban de más y armados con la espada del libre comercio y la cruz de las ventajas comparativas emprendieron una cruzada contra las comunidades rurales. A golpes de mercado, se impusieron a vaciar el campo de los rústicos sobrantes. En una nación de milpas, traspatios fecundos, huertas y acahuales, los tecnócratas se propusieron barrer con la dizque ineficiente agricultura campesina, desatando con ello el éxodo rural.

Acabar con la pequeña y mediana producción agropecuaria con el argumento de que no es competitiva y sale más barato importar es sacrificar la seguridad alimentaria y renunciar a la autosuficiencia laboral porque, en un país con una población rural de 25 millones, garantizar la comida y el empleo en el campo es asunto de seguridad nacional. Sin olvidar que los campesinos no sólo nos alimentan a todos, reproducen socialmente la diversidad biológica, al tiempo que preservan y enriquecen de la pluralidad cultural.

Pero en 2003 el movimiento campesino se levantó de entre los muertos. Cuando ya muchos las daban por difuntas y enterradas, las organizaciones gremiales de los trabajadores del campo se alzaron de sus cenizas: unos grandes y otros pequeños; locales, regionales y nacionales; norteños y surianos; agricultores comerciales, de autoabasto y exportadores; organizaciones de crédito rural y deudores organizados; maiceros, cafetaleros y silvicultores; indios y mestizos; hombres y mujeres. Los incontables agrupamientos campesinos que hace dos años marcharon por las calles de la capital mostraron su fuerza a la nación y al gobierno rejego, pero sobre todo se convencieron a sí mismos de que son muchos, de que no están solos y de que el triunfo es posible... aunque no fácil ni cercano. En el arranque del tercer milenio, los campesinos mexicanos salieron de su postración y están luchando denodadamente por su vida. Pero ¿cuándo y cómo se ocasionó el estropicio rural que los sobrevivientes se afanan por enmendar? Esta es la historia de una debacle anunciada.

Desde principios de los ochenta, cuando arrancan las políticas neoliberales de "ajuste estructural", pero sobre todo en los noventa, en los años del TLCAN, México deja de crecer en términos reales, disminuye porcentualmente el empleo en el sector formal, pues sólo la maquila crea nuevos puestos de trabajo, y se polariza dramáticamente el ingreso debido a mecanismos de exclusión que engrosan la pobreza extrema. Hay, también, intensos procesos de desindustrialización y desnacionalización del conjunto de nuestra economía, pero el sector más dañado es la agricultura y dentro de ella la producción de mercado interno y los campesinos llevan la peor parte.

Vamos para dos decenios de déficit en la balanza comercial agroalimentaria -salvo en 1986, 1987 y 1995, cuando hay fuertes devaluaciones de la moneda-, saldo negativo que en el decenio del TLCAN;arroja un promedio anual de mil 200 millones de dólares. Así, pasamos de ser autosuficientes y exportadores de alimentos básicos a importar el 40 por ciento de los granos y oleaginosas que consumimos: entre 1994 y 2000 México incrementó 242 por ciento sus importaciones de arroz, 112 por ciento las de maíz, 84 por ciento las de trigo, 75 por ciento las de soya, 48 por ciento las de sorgo y en las de origen pecuario creció 247 por ciento la de carne de bovino. Por ello, en los últimos ocho años se han perdido un millón ochocientos mil empleos agrícolas y se disparó la migración rural, no sólo la de temporada dirigida a los campos irrigados, sino también la que marcha a las ciudades y sobre todo a Estados Unidos.

Antes de que el 11 de septiembre envenenara más la frontera, todos los días ingresaban al país vecino, con o sin papeles pero dispuestos a trabajar, entre mil y mil quinientos mexicanos, casi uno por minuto. En el arranque del milenio, tenemos veintiséis millones de compatriotas en EU, de los cuales poco menos de la mitad nació en México y la mitad de esa mitad es indocumentada. Una gran parte, que incluye a casi todos los que laboran en trabajos agrícolas, es de origen rural.

Los campesinos siempre sufrieron penurias económicas, pero hoy son miserables. Con un cuarto de la población total, el campo concentra cuatro quintas partes de la pobreza extrema. Esto también significa que, si en las ciudades los pobres no extremos abarcan cerca de la mitad de la población, en el campo son menos del 17 por ciento, es decir, que el agrocidio de los últimos tres lustros diezmó a las capas medias rurales.

En estas condiciones, la supervivencia de las familias campesinas depende cada vez menos de la producción agropecuaria comercial y cada vez más del autoconsumo, el trabajo a jornal, las remesas en dólares de los migrados y los subsidios gubernamentales. En particular, las remesas crecieron mil 300 por ciento en once años y hoy son las mayores del mundo sólo superadas por las que recibe India. Únicamente rebasan su monto anual, de 16 mil millones de dólares en 2004, el ingreso petrolero y el de la maquila.

Ahora bien, dado que el valor total de las importaciones agroalimentarias mexicanas es de alrededor de 11 millones de dólares y la mayor parte proviene de EU, uno puede pensar que el dinero que envían los transterrados todos los años, todos los años lo enviamos de regreso para comprar la comida que, si no se hubieran ido, ellos mismos estarían produciendo en México. Se dirá que el intercambio es intrínsecamente virtuoso, que así los alimentos salen más baratos, que en EU el trabajo de los mexicanos es más productivo... Quizá, pero en la operación perdimos la soberanía alimentaria, extraviamos la soberanía laboral y se degradó severamente la convivencia en las regiones expulsoras. Para algunos la dispareja integración con el norte sigue siendo un buen negocio. Para los campesinos no.

Pero ¿quién mato al campo mexicano? ¿El agrocidio fue accidental o calculado? ¿Se trata de un crimen premeditado, imprudencial o por omisión? Según mi indagatoria no hay duda: perseguimos un delito intencional. Es más, la puñalada al agro y a los campesinos fue con todas las agravantes: premeditación, alevosía y ventaja.

Por principio de cuentas, hay evidencias duras de que la desregulación y la apertura irresponsables venían de las políticas de "ajuste macroeconómico y cambio estructural" operadas desde los ochenta, a mediados del sexenio de Miguel de la Madrid y hay pruebas de que sus efectos negativos para el campo y los campesinos ya se habían constatado y ponderado: los coeficientes de las exportaciones agropecuarias se mantuvieron prácticamente constantes desde que se inicia la apertura en 1986 y hasta el fin del decenio, mientras que los de las importaciones se incrementaron aceleradamente, con el consecuente deterioro de la balanza comercial agroalimentaria que, mientras en 1986 había tenido un superávit de más de mil millones de dólares, para 1992 tuvo un saldo rojo de más de tres mil millones.

Así, cuando empezó la negociación del TLCAN, México ya había eliminado precios de garantía y suprimido permisos de importación para la mayoría de los productos agropecuarios, de modo que teníamos poco que ofrecer a nuestros presuntos socios. Para regatear sólo nos restaban ciertos subsidios agropecuarios y, en cuanto a nuestro mercado interno -ya saturado de productos estadounidenses agrícolas-, faltaba la apertura indiscriminada a las importaciones de maíz, una de las pocas cosechas que aún se protegían con aranceles y precios de garantía y ese segmento del mercado no era poca cosa, pues el maíz es el principal producto agrícola, tanto en México como en Estados Unidos, país que es fuertemente excedentario y exportador de ese cereal. Pero siendo importante para ambas economías, la sensibilidad de una y otra es muy distinta, pues mientras que para nosotros el maíz es un bien alimentario directo, generalizado y básico, para ellos es insumo forrajero e industrial. Por si fuera poco, a principios de los noventa Estados Unidos representaba para México el 80 por ciento de su comercio agropecuario, mientras que para ellos no representábamos ni el 6 por ciento.

Es claro que entramos a negociar el TLCAN en condiciones de asimetría y desventaja, pero la entrega de la parte sustancial de nuestro mercado interno de granos básicos, con la consecuente renuncia a la soberanía alimentaria, y el sacrificio de la mayoría de nuestros campesinos, con la consecuente pérdida de soberanía laboral, no resultaron sólo de lo disparejo del regateo y la torpeza de nuestros negociadores, fueron saldos fríamente calculados por los tecnócratas neoliberales en el poder. Sacrificar lo sustancial de nuestra agricultura -particularmente la cerealera- y de paso a tres o cuatro millones de campesinos era el costo de nuestra integración con las economías del norte; el sacrificio propiciatorio del México rural era el precio de nuestro ingreso a la modernidad.

Salinas y los excelentes posgraduados de su gabinete sabían perfectamente que el campo sería el gran perdedor. Ese era el saldo rojo que anunciaban inequívocamente todas las prospecciones. Así lo señalaron investigadores independientes y críticos, como José Luis Calva, en Probables efectos de un Tratado de Libre Comercio en el campo mexicano, de 1992; o Solón Barraclough, en Algunas cuestiones sobre las implicaciones del TLC en el México rural, también de 1992. Las mismas conclusiones aparecían en los escenarios diseñados a partir del modelo estático de Núñez-Naude y publicadas ese mismo año en El tratado de Libre Comercio y la agricultura mexicana: un enfoque de equilibrio general aplicado; en el modelo también estático de Robinson, Bursfisher, Hinojosa y Thierfelder, como consta en Agricultural Policies and Migration in a U. S.- México Free Trade Area: a CGE Análisis, dado a conocer por la Universidad de California, en 1991. Muy semejantes a los obtenidas a partir de modelos dinámicos, como el de Levy y Van Wijnberger: Mexican Agriculture in the Free Trade Agreement. Transition Problems in Economic Reform, dado a conocer por la OCDE en 1992, y el de Romero y Núñez-Naude: Cambios en la política de subsidios. Efectos sobre el sector agropecuario, publicado por El Colegio de México en 1993. Por si fuera poco, las proyecciones de organismos internacionales como la FAO hacían los mismos pronósticos y el propio Departamento de Agricultura de Estados Unidos en el artículo Potential Effects of the NAFTA on Mexico’s Grain Sector, de Constanza Valdés y Kim Hjort, llega a conclusiones semejantes.

Los pronósticos de estos y otros estudios, realizados a principios de los noventa, varían cuantitativamente, según los modelos y las hipótesis utilizadas. Sin embargo, todos, absolutamente todos, coinciden en las tendencias, en los impactos rurales que ocasionaría la presunta liberalización comercial:

1. Reducción de la tasa de crecimiento de la producción agropecuaria mexicana.

2. Incremento absoluto y relativo de las importaciones agropecuarias.

3. Progresivo déficit nacional en bienes de consumo básico manifiesto en el creciente saldo rojo de la balanza alimentaria.

4. Estancamiento absoluto y contracción relativa de la producción cerealera.

5. Pérdida abrupta o paulatina de puestos de trabajo en la agricultura.

6. Aumento de la migración rural a las ciudades y a Estados Unidos.

7. Mayor desigualdad, polarización y concentración del ingreso rural.

Concuerdan también en que "los más afectados serían los pequeños productores comerciales de las zonas de temporal...", en que también serán dañados los agricultores de riego, aunque en ellos "los efectos negativos serían menores", e incluso los productores de autoconsumo "serán también afectados pero en menor proporción", como dicen Fernando Rello y Antonio Pérez, en Liberalización económica y política agrícola: el caso de México.

El propio Fondo Monetario Internacional, garganta profunda del salinismo, anunciaba en un boletín del 10 de agosto de 1992 que el libre comercio con Estados Unidos significaría para nosotros el retiro del cultivo de más de 10 millones de hectáreas y un éxodo rural de alrededor de quince millones de mexicanos, saldo socialmente catastrófico, que tanto nuestros tecnócratas como el organismo multilateral consideraban plausible y económicamente necesario.

Podemos afirmar, entonces, con los pelos en la mano, que el asesinato del campo mexicano fue fríamente calculado. El agrocidio fue un plan con maña, un crimen premeditado.

Por eso, en el arranque del tercer milenio los campesinos se rebelaron. Por eso, el movimiento El Campo no Aguanta Más demanda un cambio de rumbo y la "Exclusión definitiva del maíz y frijol del proceso de liberalización comercial del TLCAN". Argumenta: "Razones sobran: seguridad nacional, soberanía alimentaria, preservación del empleo rural... respeto a la diversidad étnica, social y cultural de la nación; contribución multifuncional de la producción maicera y frijolera y, por las asimetrías insalvables entre los sistemas de producción, financiamiento, subsidios, investigación, comercialización, transporte, etcétera, de México, Estados Unidos y Canadá".

Y esta última consideración: las "asimetrías insalvables", debe subrayarse. Con cien millones de habitantes, México tiene un población agrícola de 23 millones, mientras que Estados Unidos tiene 286 millones de habitantes, de los cuales sólo seis son agrícolas: el 23 por ciento contra el 2 por ciento. Nuestra superficie arable es de 27 millones de hectáreas, de las cuales 6.5 millones tienen riego, mientras que EU dispone de 179 millones arables y 22.4 irrigadas. En México, contamos con 20 arados por cada mil trabajadores mientras que en EU son 1.5 tractores por cada trabajador. En estas condiciones, nuestra productividad medida en dólares por trabajador es de dos mil cien, mientras que la estadounidense es de 39 mil. A estas diferencias abismales, se agregan los subsidios, que eran de 36 por ciento del valor de la producción en Estados Unidos y de 22 por ciento en México.

Con siete veces más tierras agrícolas y una productividad por trabajador 19 veces mayor que la nuestra, el vecino del norte es un gran exportador de sus cosechas, cuya balanza comercial agroalimentaria arroja un superávit del orden de los 12 mil millones de dólares, mientras que nosotros tenemos un déficit por el mismo concepto de 1.7 miles de millones. En el caso del maíz -principal producto agrícola de ambos países, con la diferencia de que para Estados Unidos es de uso forrajero e industrial mientras que para nosotros es la base de la alimentación-, los rendimientos medios estadounidenses son de 8.5 toneladas por hectárea mientras que los nuestros son de 2.5 y, si a esta productividad técnica casi cuatro veces mayor agregamos que gracias a los subsidios EU exporta a precios 20 por ciento por debajo de los costos de producción, no debe extrañarnos que en los años del TLCAN la cosecha maicera nacional se haya estancado en 18 millones de toneladas, mientras que importamos del norte un promedio anual de cinco mil.

La asimetría se profundizará con el nuevo Farm Bill estadounidense. La Ley de Seguridad Agrícola e Inversión Rural de Estados Unidos, aprobada por el congreso de ese país en 2002 y que tendrá vigencia por seis años, incrementa entre 70 y 80 por ciento los subsidios agrícolas, lo que puede significar la estratosférica cantidad de 183 miles de millones de dólares. En concreto, la ley actualizada agrega nuevos productos, como la soya y algunas oleaginosas, a la lista de los que permiten al agricultor recibir subsidios fijos; adiciona nuevas cosechas a la lista de las que recibirán pagos de compensación cuando el precio de mercado esté por debajo del fijado por el gobierno, además de incrementar el monto de este subsidio en alrededor de 5 por ciento; y por último establece compensaciones anticíclicas adicionales, que serán pagadas cuando el ingreso del agricultor, incluyendo los otros subsidios, no alcance un nivel predeterminado.

Las subvenciones no propician la equidad entre los granjeros estadounidenses, pues mitad va a manos del 8 por ciento de los agricultores, pero en un país que envía al mercado mundial una de cada cuatro toneladas que cosecha -proporción que llega al 40 por ciento en el caso del trigo- estas transferencias revisten a sus exportaciones agrícolas de precios artificialmente bajos con los que no pueden competir otros granjeros menos subsidiados, cotizaciones políticas, si las hay, que se transforman en armas coloniales al arruinar a los campesinos de los países orilleros, cuyos ingenuos gobiernos se tomaron en serio la especie de que había que suprimir por completo las subvenciones agropecuarias para no distorsionar el mercado.

Con todo esto, los campesinos mexicanos se están yendo por el caño. ¿Por qué?

Son las ventajas comparativas, estúpido, dirían algunos. Todo se debe a que en términos agroecológicos México no es competitivo en la producción cerealera.

Quizá, pero a que se debe entonces que también los productos agrícolas para los que tenemos evidente vocación andan bocabajeados. Por qué el gran cultivo del sur y el sureste, que es el café, va de tumbo en tumbo y sale de una crisis de precios para entrar en otra. Y eso que los productores de café del sureste están bien organizados, son innovadores tecnológicos que han hecho de México el mayor productor de café orgánico, incursionan desde hace rato en la comercialización y a mediados de los ochenta participaron destacadamente en la construcción del Mercado Justo, pero aun así están al borde de la ruina. Quienes no han encontrado nichos de mercado que paguen más y trabajo en la línea del valor agregado, definitivamente no la hacen. Las zonas cafetaleras que en el pasado vivieron cierta holgura económica hoy se han sumado al éxodo poblacional. Los nuevos migrantes ya no provienen sólo de las áridas mixtecas o de la Montaña guerrerense, hoy salen del otrora orgulloso Soconusco o del emporio cafetalero del centro de Veracruz.

El Banco Mundial ha sido impulsor de la indiscriminada apertura comercial como receta infalible para la falta de crecimiento. Sin embargo, en los últimos años ha matizado sus afirmaciones y respecto de los efectos de la liberalización sobre el campo mexicano sostiene una postura escéptica. En un balance realizado por el Banco en 2002, leemos: "Se puede decir que durante el último decenio el sector agrícola (mexicano) fue objeto de una de las reformas estructurales más drásticas, como la liberalización completa impulsada por el TLCAN, la eliminación de controles de precios y la reforma constitucional sobre la tenencia de la tierra, pero los resultados han sido decepcionantes..." y es que, reconoce el organismo multilateral, en el agro se estancó el crecimiento, no hay competitividad externa y aumentó la pobreza.

III. Éxodos

Por los efectos de la apertura económica indiscriminada y el TLCAN;se perdió la soberanía alimentaria, pero lo más grave es que se perdió también la soberanía laboral; esto es, la capacidad de aplicar políticas que busquen proporcionar trabajo digno e ingreso suficiente a la totalidad de los mexicanos. Un país pobre que no produce sus alimentos fundamentales, juega en desventaja el juego de la globalidad, pues está obligado a comprar bienes de consumo básico cualesquiera que sean las condiciones del mercado. De la misma manera, una nación de éxodos masivos y estructurales, incapaz de aprovechar la capacidad laboral de todos sus habitantes, pone su soberanía en manos del receptor de sus migrantes. México no es un país de la Unión Europea, que ceda premeditadamente soberanía para intensificar la complementariedad virtuosa y enriquecedora; su dependencia alimentaria y laboral hace de México una nación disminuida y subordinada.

El éxodo masivo y creciente de mexicanos que buscan en el norte un porvenir que en su país los rehuye, es el saldo más ignominioso de la vía de desarrollo adoptada desde los ochenta y en especial del TLCAN, vigente desde los noventa. Un modelo que llevó de la explotación a la exclusión; de un sistema injusto donde los campesinos producían alimentos y materias primas baratos subsidiando con ello el desarrollo industrial, a un sistema marginador donde los productores nacionales de básicos son arruinados por las importaciones y los agroexportadores por la caída de los precios internacionales. La diáspora que nos aqueja no es una migración que pueda contenerse con métodos represivos, que pueda atajarse neocolonizando el sureste o que pueda atenuarse significativamente capitalizando las remesas.

La migración mexicana a Estados Unidos tiene historia, pero la transformación de nuestro país en una nación trashumante y de los mexicanos en un pueblo binacional (de cada cinco personas que se reconocen como mexicanas una vive en EU), es producto del TLCAN.

En los diez primeros años del tratado, de 1994 a 2004, casi trece millones de mexicanos se incorporaron al mercado de trabajo, pero en ese lapso sólo se crearon 2.7 millones de plazas, de modo que el desempleo acumulado en un decenio es de 10 millones y de los cientos de miles de jóvenes que todos los años llegan a la edad laboral y no encuentran trabajo formal, una buena parte se busca la vida en la economía subterránea. Así, en los noventa, mientras que el empleo formal se incrementó a una tasa anual de 3.8 por ciento el informal creció al 4.4 por ciento, de modo que hoy sólo cuatro de cada diez mexicanos que laboran en las ciudades tienen el privilegio de contar con un empleo en forma, mientras que los otros seis se desempeñan en empleos irregulares. Estamos hablando de más de 20 millones de personas ocupadas en la economía sumergida; un sector de la producción sin duda esforzado y chambeador pero también desintegrado e ineficiente pues, pese a que emplea a más del 60 por ciento de la población urbana ocupada, apenas produce el 12.3 por ciento del PIB.

En 1980 trabajaban en la economía informal sólo 4.7 millones de personas, que representaban el 30 por ciento del empleo urbano. Hoy son casi 20 millones de modo que durante los decenios de la apertura la regulación y el TLCAN, los mexicanos que se desempeñan en la economía subterránea y por ello carecen se estabilidad en el empleo, seguridad social, vacaciones, reparto de utilidades y otros derechos, se ha multiplicado por cuatro.

Sin embargo, tampoco los afortunados que cuentan con un empleo formal están mucho mejor, pues en los diez años del TLCAN el salario mínimo perdió el 50 por ciento de su poder de compra y como de los 41 millones de mexicanos ocupados, 28 millones ganan menos de tres salarios mínimos, resulta que en más de la mitad de los hogares el ingreso no alcanza para adquirir la canasta de bienes básicos. En los últimos cuatro años, lo que va del sexenio de Vicente Fox, la crisis social se profundizado aceleradamente pues casi se duplicó el desempleo abierto. En el caso del campo, en el mismo lapso, la población ocupada disminuyó en 27 por ciento, pasando de 9.3 millones en 2000 a 6.8 millones en 2004.

El saldo no es únicamente desocupación y pobreza, es también desesperanza. Aun cuando algunos tuviesen posibilidades de empleo, para la enorme mayoría de los jóvenes mexicanos que estudiaron la primaria, la secundaria y en ocasiones el bachillerato y una carrera profesional, el futuro que les ofrece el país está muy por debajo de sus expectativas. Así las cosas, las nuevas generaciones están optando masivamente por el éxodo. Se van los pobres que pueden ahorrar para el viaje o que encuentran un pollero que les fie, pero se van también los acomodados; agarran camino los campesinos, como sacan boleto los urbanos; se mandan mudar los indios y migran los mestizos; se van los niños, los jóvenes y los viejos; los hombres y las mujeres; los analfabetas y los posgraduados.

En los últimos tres decenios el número de mexicanos que todos los años migra a Estados Unidos aumento más de quince veces. Así, mientras que en los setenta se iban "al gabacho" unos 30 mil compatriotas cada año, en los noventa salían unos 400 mil, y según el Pew Hispanic Center, en el tercer milenio están escapando del país unos 600 mil mexicanos cada doce meses, es decir uno por minuto. Estos son los que tienen éxito y logran quedarse, pero los que tratan y fracasan son muchos más, pues de 1994 a 2004 las deportaciones de compatriotas atrapados por la "migra" han sido, en promedio, de un millón de "mojados" al año.

Los flujos que parten de Jalisco, Zacatecas, Guanajuato y Michoacán suman centenares y por un tiempo muchos migrantes marcharon rumbo a Illinois, donde se desarrollaba la industria pesada. Luego se intensificó el éxodo a los campos agrícolas de California, Arizona y Texas. No obstante, en los años recientes, los destinos se han diversificado y hoy incluyen Carolina del Norte, Virginia, Florida, Washington, Nueva York, Colorado, Oklahoma y otros estados. En cuanto al origen, la compulsión migratoria se ha ido extendiendo del oriente mestizo al sur y el sureste indígenas: desde los ochenta migran masivamente los oaxaqueños y los guerrerenses y en los noventa se incorporaron éxodos crecientes de veracruzanos y chiapanecos. De hecho, la trashumancia se ha extendido a todo el país y hoy son excepcionales los municipios que no expulsan gente.

Pese a que durante los noventa, y en particular después de 1994, los agentes migratorios de Estados Unidos que vigilan la frontera con México pasaron de 4 mil a casi 10 mil y se pusieron más perros, en los diez años del TLCAN los mexicanos migrados a EU se incrementaron de 5 millones que eran, a los 10 o 12 millones que son en la actualidad, más de la mitad de los cuales están indocumentados y es que en "el gabacho" un mexicano puede ganar entre dos y siete veces lo que ganaría en su país si encontrara trabajo.

Así las cosas, si tomamos en cuenta a los 16.6 millones de estadounidenses de ascendencia mexicana que se identifican con su cultura y país de origen, hay en Estado Unidos más de 27 millones de mexicanos, alrededor del 9 por ciento de la población de ese país y más del 25 por ciento de la mexicana. En poco más de 20 años, la proporción de la población económicamente activa mexicana que trabaja en el vecino país del norte paso del 10 por ciento que era en 1980, a 13 por ciento en 1990 y 20 por ciento en 2000. Lo que significa que gracias a la indiscriminada apertura económica y el TLCAN hoy de cada cinco trabajadores mexicanos uno tuvo que irse a buscar "jale" en Estados Unidos, dos chambean mal que bien en la economía subterránea y sólo dos tienen un empleo formal.

México ha sido desde siempre un pueblo multicultural, hoy es también un pueblo binacional y esto no sólo se refiere a la demografía y la cultura, se refiere igualmente a la economía. Porque de un tiempo a esta parte México depende cada vez más de las remesas en dólares que los migrantes envían a sus familias.

En los decenios que siguieron a la apertura y al TLCAN, el monto de las remesas ha ido aumentando aceleradamente: en 1980 los envíos de los migrados sumaron a penas 700 millones, mientras que en 2004 fueron de casi 17 mil millones, un incremento de 21 veces; y es que en los ochenta las remesas crecían al 12.7 anual, durante los noventa al 16 por ciento y en los años recientes lo están haciendo al 30 por ciento, como resultado de la nueva oleada de migrantes de los noventa y posiblemente también de ciertas facilidades para hacer los envíos con menos riesgo y menos costo. Así, en 2002 el ingreso de divisas provenientes de la patria transterrada había sido de unos 10 mil millones de dólares, que para 2003 ya fueron 12 mil y se transformaron en 16 mil 613 millones el año pasado. Esto hace de México el mayor receptor de remesas del mundo, después de la India, y transforma a los envíos de los compatriotas en un pilar indispensable de la economía nacional.

Sin duda, cuando en los ochenta y noventa los tecnócratas hablaban de las virtudes de la globalización, pensaban en la expansión de las importaciones y exportaciones de productos y servicios; pero nunca calcularon que los mayores flujos externos resultantes de la apertura serían la salida de compatriotas y la entrada de remesas. ¿O sí lo pensaron?

Hoy, el ingreso de divisas por remesas ya rebasó con mucho el que representa el turismo, resulta cuatro veces mayor de lo que entra al país por sus exportaciones agropecuarias, es una cantidad prácticamente igual a la que llega por inversiones extranjeras directas y se acerca peligrosamente al monto de las exportaciones petroleras, que es de alrededor de 20 mil millones de dólares. Pero si descontamos de la exportación de hidrocarburos la importación de derivados, el ingreso aportado por los mexicanos en el exterior ya es superior al que genera PEMEX. Por el momento sólo supera en importancia a las remesas, otro sector gestado por la globalización y el TLCAN: la industria maquiladora, cuyo superávit -resultante de restar sus importaciones de sus exportaciones- todavía supera en un 13 por ciento el monto de los envíos en dólares de los compatriotas en EU.

Las remesas, que hoy representan el 2.4 por ciento del PIB mexicano, llegan a 1.4 millones de familias, que en mayor o menor medida dependen de este ingreso para subsistir. Si combinamos los montos absolutos y per cápita de los ingresos en remesas, los estados más dependientes de este flujo son Michoacán, al que llegan más de dos mil millones de dólares, más de mil dólares por cabeza; Guanajuato, con mil 500 millones y más de 600 por cabeza; Jalisco, con casi mil 400 millones y más de 400 por cabeza; Guerrero, con más de 800 millones y 500 por cabeza; Oaxaca, con casi 800 millones y más de 400 por cabeza; Hidalgo, con casi 600 millones y 500 por cabeza; y Zacatecas, con más de 400 millones y más de 600 por cabeza.

El fenómeno es extraordinariamente dinámico, pues un estado como Chiapas que en los noventa casi no exportaba migrantes a EU y por el contrario los recibía de Guatemala, y que todavía en 2000 estaba en el lugar 27 por la importancia de los montos ingresados, hoy está en el lugar 11 y el dinero que envían sus migrados equivale al valor de toda su producción maicera, más la de frijol, la de plátano y la de mango.

Debido al desarme económico unilateral operado por los gobiernos neoliberales -una operación que nos ató de manos como país dejándonos indefensos y a disposición no tanto de la impersonal libre concurrencia como de los sanguinarios tiburones del mercado- México perdió la soberanía alimentaria y la soberanía laboral. Hoy el campo es zona de desastre y el éxodo rural y urbano no deja de crecer. El desfondamiento poblacional de un país cuya más rentable exportación son sus propios ciudadanos, es una operación ruinosa por la que estamos dilapidado nuestro "bono demográfico" y poniendo en entre dicho nuestra capacidad futura de sostener a la población.

Por cincuenta o sesenta años, de los que ya trascurrieron más de la mitad, México tuvo, tiene y tendrá el privilegio de ser un país de jóvenes, pues el número de personas en edad activa aumenta más rápidamente que el de las pasivas. Así, hoy por cada 100 personas en condiciones de trabajar y producir, hay un número mucho menor de personas laboralmente pasivas, que por ahora es de 62. Este es el famoso "bono demográfico"; circunstancia favorable, que en principio hace posible que los mexicanos generen más valor del que consumen. Riqueza excedente susceptible de ser acumulada como ahorro e inversión, que aumenten nuestra productividad y nuestra capacidad futura de sostener a la población pasiva. Porque el "bono" es transitorio y dentro de unos 25 años empezará a revertirse, cuando la población pasiva comience a aumentar más rápidamente que la activa y México devenga un país de viejos.

El problema está en que en los últimos dos decenios muchos de los jóvenes que llegan a la edad laboral, en vez de ser productivos se estancan en el desempleo o se ven empujados a la ineficiente y a veces parasitaria economía subterránea, mientras que otros tantos no encuentran mejor opción que emigrar fuera del país. Algunos dirán que las remesas son la materialización del mencionado "bono demográfico", pues efectivamente con ellas se sostienen familiares en edades no activas. Sin embargo, esta transferencia es sólo una pequeña parte de la riqueza creada por el trabajo de los transterrados. Valor que no se reduce al que se traduce en salarios -y en este caso en la parte de los mismos que se ahorra y envía-, sino que abarca también, y sobre todo, a las ganancias de sus empleadores; utilidades cuantiosas que se acumulan en la economía de Estados Unidos y no en la mexicana. Plusvalía esta que, por cierto, se incrementa gracias a que la presencia de los inmigrantes en el mercado de trabajo del país vecino y presiona los salarios a la baja.

El desmantelamiento de nuestra economía de mercado interno y el consecuente éxodo, han generado un círculo vicioso: la fuerza de trabajo joven y cada vez mas capacitada emigra a Estados Unidos, pues allá su labor es más productiva y mejor remunerada, en consecuencia el excedente generado por el trabajo de los jóvenes nacidos, criados y educados en México no se invierte en elevar la capacidad productiva y el ahorro de nuestro país, sino en las del país vecino; con lo que la asimetría se profundiza y con ella las causales del éxodo.

La trasmutación del "bono demográfico" en remesas destinadas principalmente al consumo, es un pésimo negocio, sobre todo si pensamos en el mediano plazo y es que, si bien, por otro par de decenios podremos seguir exportando jóvenes -abundantes en nuestro país- que con sus remesas sostengan a unos cuantos viejos -todavía relativamente poco numerosos en México-, cuando nuestra pirámide demográfica se invierta, el deterioro de nuestra economía y nuestra sociedad serán progresivos, exponenciales y fatales.

¿Cuáles son, entonces, los saldos favorables del tratado? La clave nos la da Guillermo Ortiz, Director del Banco de México, cuando nos recuerda que en diez años de vigencia, el TLCAN envió a Estados Unidos a cerca de 5 millones de mexicanos, que junto con algunos de los que ya estaban ahí, mandan de regreso más de 13 mil millones de dólares anuales en remesas, ingresos mayores que los de la inversión extranjera directa o que el turismo y que ya representa el 70 por ciento del superávit comercial de la maquila y el 80 por ciento del valor de las exportaciones petroleras. Es este dinero, ahorrado por los compatriotas transterrados, nos dice el destacado funcionario, lo que "contribuyó a mantener el consumo" en los últimos cuatro años, cuando la economía apenas creció. Porque las remesas llegan a uno de cada cuatro hogares y en montos promedio de dos salarios mínimos mensuales.

Así, al destruir nuestra economía doméstica: pues esto es lo que significa acabar con nuestra agricultura campesina y con nuestra pequeña y mediana industria, que eran los sectores que generaban empleo, el tratado nos permitió "exportar" a millones y millones de mexicanos sobrantes, pues es esta exportación la que mayores ingresos nos reporta, y como dice Ortiz, "contribuye a mantener el consumo". Mientras que el boom maquilador se agotó hace tres años y el empleo y producción del sector van en descenso, el gran negocio de los migrantes sigue boyante, pues en el 2004 cruzaron la frontera para quedarse unos 600 mil compatriotas, que para este año ya estarán enviando dinero. ¡Una ganga!

Este afortunado impacto del TLCAN se ubica en el consumo interno, que se hubiera desplomado sin las remesas, pero también tiene un impacto benéfico en mantener el equilibrio de los balances externos y es que, como resultado del tratado, nuestro campo fue arrasado y hoy importamos alrededor de 12 mil millones de dólares al año en bienes agroalimentarios; pero esto no es tan malo, pues la destrucción de la agricultura también dejo sin empleo a unos tres millones de trabajadores rurales, que junto con los urbanos desahuciados se incorporaron a las grandes corrientes del éxodo y ahora envían de regreso un flujo continuo de remeses que en 2004 fue de más de 16 mil millones de dólares. Así, con el dinero que envían los transterrados el país puede importar los alimentos que esos mismos transterrados han dejado de producir. Exportar agricultores e importar productos agrícolas, un negocio redondo.


 source: Bolpress